Sobre Fotos al óleo
Hay algo hipnótico en las fotografías al óleo. La pátina de pintura representa un velo ficticio detrás del cual se refugia la muerte; hay cierta evasión, como cuando se maquilla a un cadáver. Es un género travesti donde el referente se aleja aún más de lo real bajo una nueva máscara. La imagen fotográfica se disfraza con el mestizaje técnico, pero el resultado sigue siendo un híbrido que produce cierta tensión simbólica: lo que se quiere ocultar continúa estando ahí y aquello que se simula nunca llega a suceder.
Pensado teóricamente, el proceso de desmaquinización producido por el layer pictóricoagrega cierta distancia en la relación de inmediatez que hay entre fotografía y referente; esa lejanía aurática que, según Walter Benjamin, posee el objeto único. Pero cuando se lo piensa en relación con la muerte, al tratarse de un género que habitualmente tuvo ese fin, el efecto buscado pareciera ser otro: acercar al ser querido camuflando su pérdida, que la imagen resucite con la pintura y, simultáneamente, junto a la desaparición del contexto originario de la toma, que el recuerdo gane un lustre de eternidad. Estas características se enfrentan con la dupla esencial de la fotografía según Roland Barthes: el énfasis de muerte producido por las particularidades temporales propias del medio o, dicho de otro modo, la repetición mecánica al infinito de lo que ha tenido lugar una sola vez y nunca más podrá repetirse existencialmente. El enfrentamiento no se resuelve en las fotografías al óleo; la muerte y el tiempo quedan suspendidos, pero no enteramente: flotan como fantasmas provocando esa tensión tan hipnótica entre fotografía-pintura, instante-eternidad, inmediatez-lejanía, muerto-vivo.
Es cierto que en el terreno de lo social, ninguna familia de clase media de la primera mitad del siglo XX en la Argentina pensaría en estas cuestiones al invertir una gran cantidad de dinero en una fotografía al óleo. Probablemente su designio era otro: venerar a los seres queridos con un homenaje distinguido (mayor a una simple fotografía, pero no tan caro como un óleo original) y, en ciertas ocasiones, hacer que el recuerdo de esa persona tenga una presencia tan fuerte en el ámbito cotidiano que troque su identidad de la mera representación hacia al objeto casi sagrado.
Florencia Blanco llega a su serie Fotos al óleo unos sesenta años después y se encuentra con un género olvidado. Por un lado, mientras desarrolla Salteños (2000/2001), comienza su atracción por estas imágenes que se repiten de locación a locación, encerradas en marcos ostentosos y vidrios bombée, con sujetos eternizados e historias que ya no existen y cuya potencia fue enterrada, en la mayoría de los casos, al formar parte de un orden estancado de cosas que no se discute porque pareciera haber estado desde siempre allí. Tira algunas tomas pero en se momento nada interesante emerge.
En 2003, en los mercados de pulgas de Buenos Aires, se cruza con estas imágenes que en algún tiempo fueron costosas, que concentran algo tan fundamental para el arte como el cruce entre fotografía y pintura, que revelan los síntomas de una relación que tuvo la clase media con el arte y con la muerte en una época que abarca desde las vanguardias históricas hasta el peronismo y que jamás fueron relevadas por ningún ensayo fotográfico o teórico. Se encuentra entonces con una gran cantidad de fotografías al óleo que ahora, abandonadas y transformadas en objetos curiosos, valen apenas unos pesos. Y las colecciona.
De esta forma, Blanco comienza a trasladarse por varios roles que engloba la propia práctica fotográfica. Es coleccionista y, cuando en 2005 su colección cuenta con más de 60 fotografías y ella alcanza una experiencia íntima con esa carga tan potente que tienen las piezas, vuelve como historiadora, con la colaboración de Patricia Viaña en producción, a casas de Salta, Córdoba y Buenos Aires, buscando historias encapsuladas en las imágenes y en el recuerdo de sus herederos. Ya no realiza un side shot de mera curiosidad archivística, sino que se involucra en una investigación de campo: cuál es la historia de los retratados y de las fotos en sí mismas, cómo nos relacionamos con la muerte, qué lugar, simbólico y físico, ocupa en lo cotidiano.
A partir de los resultados de la investigación el trabajo gana densidad. Si bien Blanco podría haber optado por diversos caminos (volver a intentar una documentación del estado actual de las piezas, publicar un libro, apropiarse de los originales para colgarlos en un espacio de exhibición o usarlos como inspiración para una serie de simulacros), decide retratarlos. La solución es, sin dudas, original: retratar a estos sujetos doblemente retratados que habían cobrado cuerpo con la investigación. Agregarles una capa más: del referente a la foto original, de la foto original a la foto al óleo, de la foto al óleo al nuevo retrato. Inventa así una suerte de re-re-retratismo como nuevo género, que persigue un resultado similar al de la aplicación pictórica pero bajo un procedimiento inverso: devolverle vida a la imagen retornando a lo puramente fotográfico.
La decisión tiene como consecuencia un nuevo cruce de roles: al ser sus retratados una imagen previamente configurada, no sólo está trabajando como fotógrafa sino como curadora. Blanco cura a la muerte con la mirada de un artista. La combinación de estos roles recupera dos vectores fundamentales en la composición fotográfica, la distancia y el punto de vista, logrando que, ahora sí, emerja una imagen potente ante la toma. En las casas de familias que conservan fotos al óleo, realiza fotografías en espacios en donde se encuentran y también las desplaza de ese contexto; en esta nueva propuesta, las fotos al óleo siguen perteneciendo al mismo mundo familiar pero reviven al salir de su entierro y restablecer relaciones con lo que las rodea. Y es en estas nuevas relaciones donde se manifiesta con mayor presencia el rol de artista, creando encuentros de cierta magia frankesteiniana donde pueden emerger correspondencias cromáticas, juegos de figura-fondo, nuevas comuniones con otros objetos, énfasis u ocultamientos por la descontextualización, sensaciones surgidas a partir de las historias de los retratados mezcladas con la historia personal, el vínculo propio con la muerte y su forma de afrontarla.
El mismo procedimiento es aplicado luego al otro grupo de fotos al óleo, aquel que fue armando gracias a los mercados de pulgas. Pero, si bien el objeto es el mismo, su energía simbólica es diferente: estos retratados no tienen historia, se volvieron anónimos. Allidiar con una versión diferente de la muerte, los resultados cambian. Las imágenes no necesitan ser descontextualizadas para cobrar vida, sino recontextualizadas. En la necesidad de adoptar y encontrarle un lugar a esos muertos abandonados, aparece una distancia que antes no se percibía. Las fotos flotan en espacios públicos sin un entorno familiar que las cobije. Ganan presencia la soledad y la melancolía.
Blanco construye en su nueva serie un palimpsesto fotográfico que continúa con la lógica de superposición que arrastra su objeto de estudio. Pero esta nueva capa no aleja a los retratados mediante un maquillaje renovado, sino que los devuelve al mundo con un retorno de lo fotográfico; recobran tiempo y contexto, elementos que habían desaparecido en el pasaje a lo pictórico. Descubre así la fórmula para resucitar imágenes enterradas, para lidiar con la representación de la muerte y encontrarle un lugar.
Javier Villa
Septiembre de 2009.