Una tenue zozobra
Salta está enclavada en el extremo norte del territorio argentino, a gran distancia de Buenos Aires –lo que ya es decir mucho– y de las ricas planicies pampeanas.
Enclaustrada en un clima de lejanía y postergación, la provincia es un muñón de la musculatura más activa del país. Mucho tiempo atrás la economía de la región conoció la prosperidad, en el tiempo en que fue aduana y “puerto seco” para el comercio entre el poderoso Virreinato del Perú y el del Río de la Plata. Ese recuerdo –la flor de un día– está enquistado aún en la mentalidad de las clases pudientes del lugar a pesar de la larga y morosa decadencia regional. En verdad, la experiencia política de sus actuales pobladores se resume en estancamiento, clientelismo y espera.
Las fotografías de Florencia Blanco tomadas en Salta se nos aparecen como asombrados frescos bucólicos o como catálogos de costumbres, pero no lo son. Una delicada violencia ha quedado grabada en ellas, una tenue zozobra. Cada una de las tomas absorbió del lugar la cuota de sombra que le corresponde. Así, en los estudiantes joviales que celebran su día se adivina un futuro sometimiento a las reglas implacables de la sociabilidad. La energía y la espontaneidad acaban por disolverse en interiores domésticos centrípetos donde vidas sin impulso van deshojándose entre cortinas pesadas, emblemas religiosos, crespones, candelabros y retratos de predecesores idos hace tiempo. Nos damos cuenta que la educación de muchos salteños comienza y acaba en esos salones.
Como si a la vez hubiese sondeado lo público y lo privado, lo natural y lo artificial, la festividad y la soledad, Florencia Blanco ha procurado comprender los símbolos, las instituciones y los ciclos sociales del lugar. La alegría y la calma han quedado testimoniados, pero también la adopción de lo postizo y el desangelamiento de los ritos repetidos. Otras veces, predomina en la fotógrafa un interés fascinado por ciertos espacios en vías de desaparición, por sus decoraciones de cartón piedra, sus antiguallas desfasadas y sus billares vetustos. Esas imágenes salvadas para siempre son resultado de un acto de piedad por la suerte de los lugares de paso.
Muchas cosas ha visto Florencia Blanco. Ha visto dioses griegos en hombres que se recrean en la corriente de un río, a una procesión fúnebre en gente evacuada de la crecida de las aguas, a congojas irredimibles en el aire pesado de las habitaciones, a falsas fugas al mar en un afiche del paraíso. Porque hay agua, mucha agua en estas fotos, un rumor gozoso en una provincia de montañas y desiertos, donde la salida al mar ha sido desde siempre un asunto económico y político de primer orden. Una fotografía de la pared de un negocio muestra una imagen balnearia tan paradisíaca como imposible. En otra foto, seis personas hunden sus pies en la inundación.
Se hace notorio un contraste insalvable entre la ciudad estática y la naturaleza plácida, entre los ritos sociales obligados y el refrescado remanso al lado del agua. El maniquí de novia exhibido en una vidriera tiene más intimidad con el cisne ornamental anclado en un jardín que con los cuerpos indolentes bendecidos por ríos y arroyos. Un perro mancado y un árbol desmembrado desentonan menos en la ciudad que en un sendero del bosque, como si la precariedad de la existencia fuera consecuencia de la vida civilizada más que de las dificultades que al hombre le plantea la naturaleza.
Florencia Blanco pasó su infancia y su adolescencia en la ciudad de Salta. Sus fotografías tratan de recuperar visiones hundidas en el recuerdo. El aprestamiento sensorial de una persona durante sus años formativos es todavía una zona misteriosa al entendimiento. Los niños, como si fuesen esponjas, absorben la gama cromática y las pesadumbres, y también los ritos sociales de sus mayores. Lo absorbido va macerándose en el magma de la memoria, para regresar, a destiempo, como crepitación del aparato de la visión. Si ese proceso pudiera ser congelado por un instante, sabríamos porqué los fotógrafos hacen lo que hacen.
Christian Ferrer
2009